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centro de la tormenta. Y esa situación no era el resultado de una impresión pasajera sino la
verdad principal del mundo que marcaba, como un rastro de tortura, sus huesos y su lengua.
En cada gesto que realizaban y en cada palabra que proferían, la persistencia del todo
estaba en juego, y cualquier negligencia o error bastaba para desbaratarla. Por eso eran, sin
darse tregua, tan eficaces y ansiosos: eficaces porque el día amplio y lo que lo poblaba
dependía de ellos, y ansiosos porque nunca estaban seguros de que lo que construían no iba
a desmoronarse en cualquier momento. Tenían, sobre sus cabezas, en equilibrio precario,
perecederas, las cosas. Al menor descuido, podían venirse abajo, arrastrándolos con ellas.
De dónde provenía semejante sentimiento, es algo sobre lo que cavilo, una y otra vez, todos
los días de mi vida, desde hace más de cincuenta años. Esa grieta al borde de la negrura que
los amenazaba, continua, venía sin duda de algún desastre arcaico. Los hombres nacen en
cierto sentido, neutros, iguales, y son sus actos, las cosas que les pasan, lo que los va
diferenciando. Además, no era tal o cual indio el que venía al mundo de esa manera, sino la
tribu entera, y yo pude observar, durante todos esos años, cómo las criaturas, a medida que
crecían, iban entrando, con naturalidad, en esa incerti-dumbre pantanosa. La
despreocupación infantil cedía el paso, día tras día, a la sequedad de los grandes: lustrosos
y saludables por fuera pero cada vez más marchitos por dentro los ganaba, guardándolos
con ella hasta la muerte, la ansiedad. De un modo diferente, la misma obsesión
transparentaba en la mirada de hombres y mujeres. Una convicción común los igualaba: sin
ellos, la grieta se haría más ancha y la aniquilación general llegaría.
Me costó mucho darme cuenta de que si tantos cuidados los acosaban, era porque comían
carne humana. Para los miembros de otras tribus, ser comido por sus enemigos podía
significar un honor excepcional, según me lo explicó un día, con desprecio indescriptible,
uno de los indios. Fue durante una conversación confidencial, donde, desde luego, no se
hizo la menor alusión al hecho de que era él el que se los comía. Los habíamos visto pasar,
a lo lejos río arriba, en sus canoas, una mañana de verano. Estábamos sentados lejos del
caserío, bajo unos sauces de la orilla, y, al reconocerlos, el indio hizo una mueca: eran un
pueblo que no estaba instalado en ninguna parte y que recorría, incansable, subiendo y
bajando todo el año, el agua del gran río. Además dejó escapar el indio bajando un poco la
voz y absteniéndose de hacer otras alusiones les gustaba que se los comieran. Por mucho
que seguí interrogándolo, no logré que me dijera nada más. Creí entender que el desprecio
venía de lo inexplicable de esa inclinación, y que el indio la consideraba como un gusto
equívoco, perverso; parecía un desprecio de orden moral, como si, en ese abandono que
hacían del cuerpo a la voracidad de los otros cuando eran hechos prisioneros, se
manifestase una especie de voluptuosidad. Que comer carne humana no parecía ser tampo-
co una costumbre de la que se sintiesen muy orgullosos, lo prueba el hecho de que nunca
hablaban y de que incluso parecían olvidarlo todo el año hasta que, más o menos para la
misma época, volvían a empezar. Lo hacían contra su voluntad, como si no les fuese
posible abstenerse o como si ese apetito que regresaba fuese no el de cada uno de los
indios, considerado separadamente, sino el apetito de algo que, oscuro, los gobernaba. Si el
hecho de ser comido rebajaba, no era únicamente por esa voluptuosidad inconfesable que
dejaba entrever. Era, también, o sobre todo, mejor, porque pasar a ser objeto de experiencia
era arrumbarse por completo en lo exterior, igualarse, perdiendo realidad, con lo inerte y
con lo indistinto, empastarse en el amasijo blando de las cosas aparentes. Era querer no ser
de un modo desmedido. Había que ver a los indios manipulando los cuerpos despedazados
para darse cuenta de que en esos miembros sanguinolentos ya no quedaba, para ellos,
ningún vestigio humano. El deseo con que los contemplaban asarse era el de reencontrar no
el sabor de algo que les era extraño, sino el de una experiencia antigua incrustada más allá
de la memoria. Si, cuando empezaban a masticar, el malestar crecía en ellos, era porque esa
carne debía tener, aunque no pudiesen precisarlo, un gusto a sombra exhausta y a error
repetido. Sabían, en el fondo, que como lo exterior era aparente, no masticaban nada, pero
estaban obligados a repetir, una y otra vez, ese gesto vacío para seguir, a toda costa,
gozando de esa existencia exclusiva y precaria que les permitía hacerse la ilusión de ser en
la costra de esa tierra desolada, atravesada de ríos salvajes, los hombres verdaderos.
Me fue ganando, en tantos años, la evidencia lenta: si, cada verano, con sus actos eficaces y
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