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de hablar con él.
—La responsabilidad —aclaró Mali.
—¿Qué responsabilidad? Ni siquiera pude oírlo bien.
—Pero la promesa que hiciste. Nos concierne a todos.
—Sin embargo, fracasé.
—Él fracasó. No es tu culpa. Tú, escuchaste... todos estábamos escuchando. No llegó a
decirlo.
—¿Todavía está en la superficie? —preguntó Joe, mirando hacia el muelle y las aguas.
—Está sobre la superficie, flotando en esta dirección.
Joe tiró el cigarrillo, apagándolo con el tacón, y empezó a caminar hacia el muelle.
—Quédate aquí —exclamó Mali, tratando de detenerlo—. Hace frío afuera; estás húmedo
todavía, te morirás.
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—¿Sabes cómo murió Gilbert? —le preguntó— ¿William Schwenk Gilbert, el autor de
tantas operetas y poemas líricos y cómicos que hicieron las delicias del público de Londres un
siglo y medio atrás, en la Tierra? Tuvo un ataque al corazón tratando de salvar a una niña que se
ahogaba —la hizo a un lado, atravesando la barrera térmica que protegía la cúpula, saliendo a la
intemperie y al muelle una vez más—. Yo no moriré —le dijo mientras ella lo seguía—. Lo que de
algún modo es una lástima.
Quizá fuera más útil, pensó, morir con Spelux. De ese modo, al menos, podríamos
expresar lo que sentimos. ¿Pero quién se daría cuenta? ¿Quién quedaría para reparar en ello?
Zanquivos y operores, pensó. Y robots. Siguió caminando, atravesando el grupo de seres allí
reunidos, hasta llegar al borde del muelle.
Cuatro linternas iluminaban el cascajo moribundo que era Spelux. Joe lo miró en silencio,
como hacían todos. No se le ocurría ningún comentario, y no parecía ser necesario hacer ninguno
tampoco. Míralo, se dijo. Y yo soy el artífice de eso. El Libro de las Calendas tenía razón al final;
al descender al fondo causé su muerte.
—Usted lo hizo —le dijo Harper Baldwin.
—Sí —dijo Joe estoicamente.
—¿Alguna razón? —ceceó el gastrópodo.
—Ninguna —respondió Joe—. A menos que consideren la estupidez una razón.
—Yo estoy dispuesto a considerarlo —gruño Harper Baldwin.
—Está bien —finalizó Joe—. Entonces hágalo.
Entonces miró, miró de nuevo, y miró otra vez: Spelux se acercaba más, y más... y más.
De repente, cerca del borde del muelle, casi tocándolo, el cuerpo se irguió en toda su enormidad.
—¡Cuidado!
Gritó Mali detrás de él, y el grupo se abrió, dispersándose, retrocediendo en dirección de la
cúpula hermética.
Demasiado tarde. La masa de Spelux descendió sobre el muelle; la madera se astilló y
comenzó a hundirse. Mirando hacia arriba, Joe pudo ver hacia adentro del inmenso cuerpo. Y un
instante después, pudo ver hacia afuera desde adentro del mismo cuerpo.
Spelux los había incorporado a todos. Ninguno había escapado, ni siquiera el robot Willis,
que se había mantenido a un costado. Envueltos, atrapados. Incluidos dentro de aquello que era
Spelux.
Y oyó hablar a Spelux... no a través de sus oídos, sino dentro de su cerebro. Al mismo
tiempo, pudo oír a los demás, al resto del grupo, sus voces como un murmullo incesante, como
fondo de la voz de Spelux. —¡Socorro! ¿Dónde estoy? ¡Sáquenme de aquí! —se gritaban unos a
otros, como hormigas asustadas. Y la voz de Spelux que tronaba, sobrecogedora, pero sin
ahogarlos totalmente...
—Los he convocado hoy aquí —declaró Spelux, bombardeando el cerebro de Joe—,
porque necesito ayuda. Sólo ustedes pueden ayudarme.
Somos una parte de él, se dijo Joe sorprendido. ¡Una parte! Trató de ver, pero sus ojos
sólo percibían una película gelatinosa y ondulante que lo envolvía. No estoy cerca del borde,
pensó; estoy cerca del centro, por eso no puedo ver. Los del borde pueden ver, pero...
—Por favor, escúchenme —le interrumpió Spelux, desperdigando sus pensamientos como
si fueran murciélagos—. Concéntrense. Si no lo hacen, serán absorbidos y finalmente
desaparecerán, tornándose inútiles para mis fines y los suyos propios. Los necesito vivos, como
entidades separadas combinadas por mi presencia somática.
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—¿Podremos salir alguna vez? —aulló Harper Baldwin— ¿Nos quedaremos aquí para
siempre?
—¡Quiero salir! —gritó la Srta. Reiss con pánico— ¡Déjeme ir!
—Por favor —imploró la enorme libélula— ¡Quiero volar y cantar! Estoy aprisionada aquí,
aplastada, comprimida entre otros seres. Déjeme volar, Spelux.
—¡Libéranos! —rogó Nurb K'ohl Dáq— ¡Esto es injusto!
—¡Nos estás destruyendo!
—¡Nos está sacrificando en su propio interés!
—¿Cómo te podremos ayudar si nos destruyes?
—No están siendo destruidos —dijo Spelux serenamente—. Están asimilados.
—Y ésa es una destrucción —protestó Joe.
—No lo es —resonó la voz de Spelux.
Comenzó a alejarse pesadamente de los restos del muelle, esos trozos de madera
desparramados que no había asimilado. Hacia abajo, pensó Spelux, y el pensamiento se grabó
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