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sentes le dijese: -«¿No veis, señor, cómo Artemisia combate y echa a
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Bien se ve en este pasaje y en muchos otros la parcialidad de este historiador
asiático y colono de la Grecia en favor de sus colonias contra las metrópolis
griegas. Pero lo que es digno de reprender con Plutarco es el modo cómo en-
salza un ardid tan inicuo y pérfido como el de Artemisia.
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Los nueve libros de la historia donde los libros son gratis
fondo una galera enemiga?» Preguntó entonces el rey si era en efecto
Artemisia la que acababa de hacer aquella proeza, y respondiéronle que
no había duda en ello, pues conocían muy bien la insignia de su nave51,
y estaban por otra parte en la inteligencia que la que fue a pique era
una de las enemigas. Y entre otras cosas que le procuró su buena suer-
te, como tengo ya dicho, no fue la menor el que de la nave calcidense
ni un hombre sólo se salvara que pudiese acusarla ante el rey. Añaden
que además de lo dicho, exclamó Jerges: -«A mí los hombres se me
vuelven mujeres, y las mujeres hoy se me hacen hombres.» Así cuen-
tan por lo menos que habló el monarca.
LXXXIX. En aquella tan reñida función murió el general Ariabig-
nes, hijo de Darío y hermano de Jerges: murieron igualmente otros
muchos oficiales de nombradía, así de los Persas como de los Medos y
demás aliados; pero en ella perecieron muy pocos de los Griegos, por-
que como estos sabían nadar, si alguna nave se les iba a fondo, los que
no habían perecido en la misma acción aportaban a Salamina nadando,
al paso que muchos bárbaros por no saber nadar morían anegados. A
más de esto, después que empezaban a huir las naves más avanzadas,
entonces era cuando perecían muchísimas de la escuadra, porque los
que se hallaban en la retaguardia procuraban entonces adelantarse con
sus galeras, queriendo también que los viese el rey maniobrar, y por lo
mismo sucedía que topaban con las otras de su armada que ya se reti-
raban huyendo.
XG. Otra cosa singular sucedió en aquel desorden de la derrota;
que algunos Fenicios, cuyas naves habían sido destrozadas, venidos a
la presencia del rey acusaban de traidores a los Jonios, pues por su
perfidia iban perdiéndose las galeras; y no obstante la acusación, quiso
la suerte, por un raro accidente, que no fuesen condenados a muerte los
jefes Jonios, y que en pago de su acusación muriesen los Fenicios.
Porque al tiempo mismo de dicha acriminación, una galera de Samo-
tracia embistió a otra de Atenas y ésta quedó allí sumergida; pero ved
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No entiendo que fuese esta una bandera o pabellón, invención harto moder-
na, sino alguna figura de un dios o animal, o algún objeto notable, puesto en la
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Heródoto de Halicarnaso donde los libros son gratis
ahí otra nave de Egina que haciendo fuerza de remos dio contra la de
Samotracia y la echó a pique. ¡Extraño suceso! los Samotracios, como
bravos tiradores, a fuerza de dardos lograron exterminar y limpiar de
tropa la galera que les había echado a fondo, y subidos a bordo apode-
ráronse de ella. Esta hazaña libró de peligro a los Jonios, pues viéndo-
les obrar Jerges aquella acción gloriosa, volvióse a los Fenicios lleno
de pesadumbre y reprendióles a todos; mandó que a los presentes se les
cortase la cabeza, para que aprendiesen a no calumniar, siendo unos
cobardes, a hombres demás valor que ellos. En efecto, Jerges, estando
sentado al pie de un monte que cae enfrente de Salamina y se llama
Egaleo52, todas las veces que veía hacer a uno de los suyos algún hecho
famoso en la batalla naval, informábase de quién era su autor, y sus
secretarios iban notando el nombre del Trierarco o capitán de la galera,
apuntando asimismo el nombre de su ciudad. Añadióse a lo dicho que
el Persa Ariaramnes, que se hallaba allí presente y era amigo de los
Jonios, ayudó por su parte a la desgracia de aquellos Fenicios.
XCI. De esta suerte, el rey volvía contra los Fenicios su enojo. En-
tretanto, los Eginetas, viendo que los bárbaros se iban huyendo vueltas
las proas hacia el Falero, hacían prodigios de valor apostados en aquel
estrecho, pues en tanto que los Atenienses en lo más fuerte del choque
y derrota destrozaban así las naves que se resistían como las que procu-
raban huir, hacían los Eginetas lo mismo con las que, escapándose de
los Ateniensas, iban huyendo a dar en sus manos.
XCII. Entonces fue cuando vinieron a hallarse casualmente dos
naves griegas, la una de Temístocles, que daba caza a una Persiana, y
la otra la del Egineta Policrito, hijo de Crio, que había aferrado con
otra galera sidonia. Era ésta cabalmente la misma que había tomado la
nave de Egina antes apostada de guardia en Siciato, en la que iba aquel
Piteas, hijo de Isqueno, a quien estando hecho una criba de heridas
mantenían todavía los Persas, pasmados de su valor, a bordo de su
galera; pero ésta fue tomada con toda su tripulación cuando llevaba a
proa o popa de su galera.
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Piteas, con lo cual recobró éste la libertad vuelto a Egina. Como decía,
pues, luego que vio Policrito la nave ática y conoció por su insignia
que era la capitana, llamando en voz alta a Temístocles le zumbó con
la sospecha que de los Eginetas había corrido, como si ellos siguieran
el partido de los Medos53. Hizo Policrito esta zumba de Temístocles en
el momento mismo de embestir con la galera sidonia.
XCIII. Los bárbaros que pudieron escapar huyendo, aportaron a
Falero para ampararse del ejército de tierra. En esta batalla naval fue-
ron tenidos los Eginetas por los que mejor pelearon de todos los Grie-
gos54, y después de ellos los Atenienses. De los comandantes, los que
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