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pecho acorazado.
2. El loto negro
«En aquella ciudadela de la muerte de piedras destrozadas, sus ojos cayeron en la trampa de aquel
fulgor profano y terrible. Una extra a locura me oprimió con fuerza la garganta, como un rival que se
interpone entre dos amantes.»
(La canción de Belit)
El Tigresa surcó los mares, y todas las aldeas negras de la costa se estremecieron. El tam-tam resonó
en la noche, anunciando que la diablesa del mar había encontrado un compa ero, un hombre de hierro
cuya violencia superaba la del león herido. Entonces los sobrevivientes de los despojados navíos
estigios maldijeron el nombre de Belit y el del blanco guerrero de los ojos azules. Por ello los príncipes
estigios recordaron eternamente a este hombre, y su memoria fue un árbol amargo que dio frutos de
color carmesí en los a os que siguieron.
Pero el Tigresa siguió navegando despreocupado como el viento errante, hasta que ancló frente a las
costas del sur, en la desembocadura de un caudaloso y turbulento río cuyas orillas eran murallas
selváticas llenas de misterio.
-Éste es el río Zarkheba, que significa Muerte -dijo Belit-. Sus aguas son venenosas. ¿Ves cuan turbias
y cenagosas fluyen? Sólo los reptiles ponzo osos pueden vivir en ese río. Los hombres de piel negra lo
evitan siempre. Una vez, una galera estigia que huía de mi barco se internó por este río y desapareció.
Yo anclé en este mismo lugar, y algunos días después la galera volvió flotando a la deriva sobre las
oscuras aguas; estaba desierta y su cubierta aparecía manchada de sangre. Había un solo hombre a
bordo, pero se había vuelto loco y murió sollozando. El cargamento estaba intacto, pero la tripulación
había desaparecido silenciosa y misteriosamente.
«Amado mío, yo creo que a orillas de este río hay una ciudad. He oído relatos acerca de torres
gigantescas y de murallas que contemplaron desde lejos los pocos marinos que osaron remontar esta
corriente. Nosotros no tememos a nada ni a nadie. ¡Conan, vayamos hacia allí y saqueemos la ciudad!
Conan asintió; como hacía generalmente cuando Belit trazaba un plan. Ella era quien planeaba las
incursiones y el cimmerio quien las llevaba a cabo. Poco le importaba a él hacia dónde navegar o
contra quién combatiesen, mientras no dejaran de navegar y de combatir. El cimmerio estaba
satisfecho con ese tipo de vida.
Las batallas habían mermado la tripulación; sólo quedaban unos ochenta lanceros, apenas los
suficientes para la larga galera. Pero Belit no quería perder el tiempo navegando hacia el sur, hasta las
remotas islas donde reclutaba a sus bucaneros. La fogosa muchacha estaba deseando emprender
aquella aventura; por consiguiente, el Tigresa se internó por la desembocadura del río. Los remeros
tuvieron que esforzarse a fondo para superar el empuje de la caudalosa corriente.
Doblaron el misterioso recodo que impedía la vista desde el mar, y al atardecer ya navegaban entre los
bancos de arena en los que se movían extra os y ondulantes reptiles. Pero no vieron ni un solo
cocodrilo, ni divisaron animal alguno ni pájaros que acudieran a saciar su sed en aquellas aguas.
Continuaron avanzando en la oscuridad que precede a la salida de la luna, entre costas que eran como
sólidas empalizadas de una vegetación impenetrable, de donde llegaba de vez en cuando un
misterioso rumor de crujidos y de pisadas sigilosas, y se divisaba el fulgor de unos ojos amenazantes.
Y una vez que se oyó la voz inhumana y burlona de un mono, Belit dijo que las almas de los hombres
malvados estaban presas en aquellos animales parecidos al hombre, como castigo por sus crímenes
pasados. Pero Conan tenía sus dudas al respecto, porque en cierta ocasión había visto en una jaula de
barrotes dorados de una ciudad hirkania un animal triste de ojos abismales que, según le dijeron, era
un mono, y que no tenía nada de la demoníaca malevolencia que vibraba en la risa chillona que les
llegaba desde la oscura selva.
Entonces salió la luna como una mancha sanguinolenta, con un halo negro, y de las orillas surgió una
terrible algarabía, como saludándola. Los rugidos, aullidos y gritos hicieron temblar a los guerreros
negros, pero aquel bullicio, según pudo notar Conan, procedía del interior de la selva, como si los
animales, al igual que los hombres, huyeran de las negras aguas del Zarkheba.
Elevándose por encima de la densa negrura de los árboles y de los cimbreantes bosques frondosos, la
luna plateaba la superficie del río, y la estela del barco se convertía en un centelleo de burbujas
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