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El frío altar de piedra helaba la carne tibia del cuerpo de Zenobia. Sus
manos se retorcían inútilmente, pues tenía los brazos y las piernas
encadenados y unidos a un anillo sujeto al suelo. Su espléndido cuerpo yacía
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tendido sobre la piedra. Cerca de ella, su torturador estaba ocupado delante de
una mesa larga y oscura, atestada de extraños objetos, como frascos, cajas y
rollos de polvorientos pergaminos. Bajo la capucha del manto sobresalía la
hirsuta barba del hechicero.
El techo de la amplia habitación era tan alto que Zenobia no alcanzaba a
verlo. La mujer estaba llena de desesperación, pero su autodominio, del que
había dado muestras en aquellos meses de cautiverio, le permitía controlar sus
emociones.
Al pensar en Conan, su esposo, el corazón de Zenobia parecía que iba a
estallar de pena y nostalgia. Yah Chieng le había dicho que Conan había salido
solo en su búsqueda. Zenobia no sabía bien de qué artes se había valido el
brujo para saber aquello, pero en todo caso su bienamado Conan podía yacer
muerto en aquellos momentos en las estepas turanias, o haber sido capturado
y asesinado por los montañeses de las tribus himelias. Eran muchos los
hombres poderosos de Oriente que lo odiaban.
Ese mismo mediodía, los esbirros del hechicero amarillo la habían sacado
de su celda y llevado a aquella habitación, donde la encadenaron sobre el
espantoso altar. Desde entonces había estado a solas con el brujo khitanio.
Éste, sin embargo, parecía ignorarla y se limitaba a manipular sus aparatos,
mientras murmuraba encantamientos que leía en los libros antiguos.
Pero entonces el demoníaco viejo se acercó a Zenobia. La luz se reflejaba
en la hoja de la extraña daga que estaba empuñando. En el acero podían verse
grabados algunos signos cabalísticos. El rostro del brujo estaba tenso por la
expectación maligna que lo animaba.
Llena de desesperanza, Zenobia encomendó su alma a Mitra.
En ese momento, la pesada puerta de la habitación se abrió violentamente
hacia dentro, y cayó al suelo con un terrible estrépito, haciendo saltar
fragmentos de losas y una gran nube de polvo.
Un hombre alto y fornido apareció en el vano de la puerta. Era un gigante
musculoso de negra melena y fogosos ojos azules que arrojaban destellos de
ira. Las antorchas reflejaban su luz en la hoja de la espada que empuñaba.
El corazón de Zenobia estuvo a punto de detenerse a causa de la alegría.
¡Por fin había llegado Conan, su adalid!
Con silenciosa y terrible ferocidad, el cimmerio atacó al nigromante oriental.
De una mirada se había hecho cargo de la situación. La imagen del cuerpo de
Zenobia preparada para el sacrificio le indicaba a Conan que había llegado en
el momento oportuno.
De repente, Zenobia se levantó del altar, libre de sus cadenas. Entonces,
Conan vio que ya no era su esposa, sino un enorme tigre. Su rugido resonó en
la sala mientras saltaba sobre Conan con las garras extendidas y las fauces
abiertas. Cuando el cimmerio levantaba ya la espada para decapitar al enorme
felino, éste se transformó en un esqueleto al que cubría una túnica verde con
capucha. Una mano huesuda aferró con increíble fuerza la muñeca de Conan.
Gruñendo, el cimmerio liberó su arma de entre los verdes pliegues de la
túnica, en los que se había enredado, y de un golpe quebró la sonriente
calavera en mil pedazos. En ese momento sintió un ardor en su dedo anular.
Era como si estuviera en llamas. Vio que el anillo mágico brillaba con un fulgor
rojizo ultraterreno que le producía terribles dolores de cabeza. Se quitó la
sortija humeante y la dejó caer al suelo. Al hacerlo, oyó una risa maligna que
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provenía del hechicero.
El khitanio permanecía en pie, con los brazos extendidos sobre la cabeza.
Sus labios murmuraban sin cesar encantamientos, mientras las llamas brillaban
con mínima intensidad en los fogariles. Conan sacudió la cabeza, como
aturdido. Todavía no se había recuperado de la penosa impresión sufrida.
Con extraña apatía vio una neblina azul que se levantaba del suelo, a su
alrededor, con mortífera lentitud, y lo envolvía en sus tenues volutas. Poco
después, se halló completamente rodeado de vapores. Trató de moverse, pero
tuvo la impresión de que estaba caminando sobre una capa de miel muy fría.
Apenas si podía levantar los pies del suelo. Comenzó a jadear, y el sudor le
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